una morbosa complacencia en ser el deslavado complemento de la gema que llevaba en el pecho. Y esas jovencitas ni siquiera veían el tatuaje. Me amaban a mí, al hombre que nada podía ofrecerles por carecer de la más elemental autoestima.
No solo en el amor fracasaba, también en los estudios. Dicen que el arte es inútil o no es arte y mi carácter lo comprueba. Incapaz de un esfuerzo mental sostenido, acostumbrado a la quietud y al ocio, en las aulas y fuera de ellas me dedicaba al dolce far niente. Puesto que mi única vocación era el reposo, prefería ejercerla en el Centro Pompidou, donde me pagaban las horas extras a 300 francos. Necesitaba estar en exhibición para no deprimirme, pero el remedio era peor que la enfermedad, pues al huir del trabajo productivo me hundía más y más en mi deplorable condición ornamental. Esa contradicción me arrojó a la bebida. Tomaba solo o acompañado, en plena calle o en los baños del Centro Pompidou; tomaba coñac, cerveza, ron, lejía, lociones para después de afeitar, vinagre. Tenía crudas espantosas, delirios en los que veía luchar a Picasso contra Dios. ¿Cual de los dos era Todopoderoso? La muerte, comparada con esa lóbrega vida, se antojaba un trámite amable, una solución feliz. Rindiendo tributo al lugar común estuve a punto de arrojarme al Sena, pero en último instante preferí los nembutales. Había ingerido cuatro cuando tuve una idea luminosa. En las últimas semanas, empobrecido hasta el paroxismo, había estado bebiendo aguarrás. Tomé la botella y derramé un chorro en un trozo de estopa. Tallando con fuerza desvanecí primero los colores del tatuaje. La mano me temblaba, tuve que darme valor con un trago de aguarrás. El contorno del dibujo desapareció luego de mil fricciones dolorosas. Finalmente, sin reparar en irritaciones y quemaduras, asesiné con esmero la firma de Picasso. Había roto mis cadenas. Era yo.
Sintiéndome desnudo, resucitado, prometeico, fui corriendo a mostrar mi pecho a los inspectores del Ministerio. Quería presumir altaneramente mi fechoría, demostrarles quien había ganado la batalla. Pero ellos guardaban un as bajo la manga: la cláusula sexta del párrafo tercero de la Ley de protección del Patrimonio Artístico. La encantadora cláusula dispone una pena de 20 años de cárcel a quien destruya obras de arte que por su reconocido valor sean consideradas bienes nacionales. “y que pasa cuando una obra destruye a un hombre?” Les pregunté, colérico. “¿A quién habrían castigado si hubiera muerto por culpa del tatuaje?” Cruzándose de brazos me dieron a entender que no tenía escapatoria. En una camioneta blindada me condujeron a esta prisión, donde me dedico desde hace meses al kafkiano pasatiempo de escribir cartas al secretario general de la ONU, rogándole que interceda a nombre de los Derechos Humanos. Como el secretario no se ha dignado responderme todavía, he decidido publicar este panfleto para que mi situación sea conocida por la opinión pública.
¡Exijo libertad para disponer de mi cuerpo!
¡Basta de tolerar crímenes en nombre de la cultura!
¡Muera Picasso!
martes, 28 de agosto de 2012
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